sábado, 15 de diciembre de 2007

EL VIGIA DE TORRELODONES

Por primera vez (y no última) recurriremos al concurso de un vehículo (particular o colectivo) para acercarnos al próximo municipio de Torrelodones. En el segundo de los casos, el 685 tiene sendas paradas junto a la autovía de servicio (dirección Madrid), bien junto a la urbanización de Los Delfines (accediendo por el puente sobre la A-6) o bien junto a la parroquia de la Virgen del Camino (accediendo por el túnel). Aún vez en Torrelodones, nos apearemos en la parada mas próxima a su bulevar (la calle del Camino de Valladolid) y torciendo a la derecha alcanzaremos el paseo de Joaquín Ruiz Giménez, (Click en foto izq. para ampliar) atravesaremos una rotonda y llegaremos al Campo de Fútbol y al aledaño Tanatorio (Click en foto dcha. para ampliar), lugar donde nos reciben los emprendedores integrantes de la asociación vecinal ACTUA, organizadores e la marcha.
En coche debemos tomar la A-6 dirección Madrid y abandonarla en el km. 29, en dirección a Torrelodones y Hoyo de Manzanares. De inmediato en la primera rotonda, torcemos por la primera a la derecha (paseo de Joaquín Ruiz Giménez y Av de los Peñascales) hasta llegar también al Tanatorio.
Nos espera un suave paseo entre canchales graníticos, bosque mediterráneo y una recoleta y minúscula laguna antes de abordar una de las pocas atalayas árabes de la comunidad, la Torre de los Lodones (s. IX) .

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Desde el parking del Tanatorio cruzamos la calle de Joaquín Ruiz Giménez para internarnos por una vía pecuaria y terriza, el antiguo Cordel del Hoyo de manzanares. En este tramo el Cordel conserva su anchura original de 45 varas castellanas (unos 37,5 m).
Marchamos entre grandes residencias unifamiliares, acompañados por el ladrido de los cancerberos. Ascendemos suavemente y nos cruzamos con el estruendo de un motorista temerario. El Cordel converge con la ctra de Hoyo de Manzanares en una rotonda. Cruzamos por el paso de cebra más próximo y seguimos por la derecha hasta poder girar en las sig. Calles sucesivamente a la izquierda y a la derecha (Mar Menor). Se alternan los chales de grandes parcelas con retazos de peñascos y carrascas.
Hacia el norte, sobre el perfil de un cerro desolado cabalga la Casa del Canto del Pico. Agotada la calle del Mar Menor, torcemos a la derecha y proseguimos hasta el primer cruce. Avanzando por nuestra diestra, nos arrimamos a la valla de lo chalés de la izquierda.

Acabada esta, giramos sin despegarnos de ella. Un tapiz de encinas, retamas, jaras y algún pino piñonero se extiende a nuestra diestra.

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La casa del Canto del Pico: recreo de un dictador

De fisonomía heterodoxa, su historia has sido muy accidentada: Fue construida en los años 20 del pasado siglo pro el Conde de las Almenas. Este se dedicó a ensamblar diferentes elementos arquitectónicos de origen muy diverso (como el claustro gótico de un convento valenciano devuelto en el 2006 a su recinto primitivo).

Al acabar la guerra civil, se la cedió al genial Franco como finca de recreo. Fallecido el dictador, y tras diversos avatares, termino en manso de un grupo hostelero que pretendió convertirla en un gran complejo turístico. Dado su valor arquitectónico y paisajístico la tentativa fue felizmente paralizada. La autoridades pretenden ahora convertirla en un Centro de Interpretación de la Naturaleza (No en vano se halla en pleno Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares). Sin embargo, las gestiones se hallan por el momento paralizadas.
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El camino apunta hacia el Noroeste hasta topar con un enorme bolo granítico, pista de rodaje para escaladores en ciernes. Lo sorteamos por su izquierda, emprendiendo un franco descenso hasta topar con la horquilla de un soberbio alcornoque. Tras la misma se divisa una antena rojiblanca de telefonía móvil.
Desechamos las veredas que deshilachan la senda principal y vadeamos por un puentecillo de madera el menguado arroyo del Piojo. A su vera, monta guardia varios chopos de talle tormentoso, mientras nuestros pasos rozan a la esquina de una nueva ristra de chalés. Despejamos definitivamente el abrazo inmobiliario en el cruce aledaño, donde torcemos por la derecha enfilando el rumbo hacia la Casa del Canto del Pico. El despliegue arbustivo cobra un auge inusitado con escaramujos, majuelos, cantuesos, torviscos…
En la primera bifurcación nos decantamos por el ramal derecho. Así en pocas zancadas mas llegamos al pequeño dique que represa las aguas del arroyo mencionado formando una charca que rodeamos remontándola entre peñas pro la derecha. Encinas enebros y olivillas copan los alrededores y en la orilla inferior de la laguna extienden los arces de Montpellier sus parasoles anaranjados. A las aguas de la laguna abrevan el silencio y los ensueños.
Ni siquiera la poderosa zarpa sonora de la autovía llega hasta este cuenco natural. Avanzamos ahora con decisión hasta alcanzar el camino principal. En breve llegaremos hasta la Avenida de la Dehesa, aunque aun podemos demorar su encuentro torciendo en su vecindad hacia la derecha y caminado en paralelo hasta asomar ante el Polideportivo.
Rodeamos este por la derecha, retomando en la vía de servicio de la autopista. La cruzamos por un paso de cebra y la propia autovía por su puente para virar a la izquierda por la rotonda que remata el mismo. Extremamos la cautela mientras avanzamos por la cuenta de la vía de servicio (dirección Madrid) hasta que nos sale al paso una pista de tierra que apunta hacia la bella Torre de los Lodones.
Una barrera impide en sus inicios el paso de vehículos motorizados. En seguida torcemos en el primer desvío por la derecha para cobrar altura paulatinamente y alcanzar por su cara sur los pies del baluarte, el más accesible. Sitiado de arbustos y peñascos, ofrece una silueta tremendamente evocadora, apenas empañada por el estruendo de la autopista.

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La Torre de los Lodones
Al parecer esta atalaya recibe su nombre por la abundancia de lodones (o almeces) que la sitiaban en otro tiempo. Aún quedan algunos ejemplares de este arbolillo, muy escaso en nuestra comunidad. De hoja aserrada es resistente a la sequía y a la contaminación.
La torre fue erigida en mampostería entre los ss. IX y XI bajo la dominación árabe. Tenía como misión el control de la frontera de Al Andalus de los embates de las "bárbaros" cristianos. Por medio de señales de humo entre los distintos baluartes, se alertaba rápidamente en caso de peligro. Actualmente se conservan tan solo un puñado de las mismas, entre Venturada y la presa de El Atazar
La torre es maciza en su base. , vaciándose a partir de los tres metros de altura. Hacia 1928 fue rerformada, incluyendo una chimenea de piedra en el edificio de planta rectangular.]

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Cerrada a cal y canto, solo un ventanuco enrejado nos permitirá a duras penas atisbar su interior. Uno de nuestros acompañantes nos refiere con nostalgia que, de zagal, se guarecían en la torre y aprovechaban para despacharse allí un chocolate con churros. Retronamos al camino principal y avanzamos ahora entre la autovía y la atalaya. Rebasada esta, el camino se descuelga con una pronunciada pendiente, sembrada de guijarros. Al topar con una angosta carretera, giramos a la derecha para esquivar la autovía por el túnel que horada sus entrañas. De esta manera saldremos a la vía principal de Torrelodones, la calle del camino de Valladolid. Torcemos a la derecha y luego a la izquierda para internarnos en la calle Real a la altura de la plaza de la Constitución, lugar donde concurren el ayuntamiento y la histórica fuente del Caño con desahogado pilón. La calle Real, festoneada de casonas de piedra nos encauza hacia la rotonda que sirvió de antesala a nuestra andadura. En uno de sus bordes nos sorprende una hermosa mansión (notaría por mas señas) en la que monta guardia, impertérrito, un monje de bronce con el pecho perforado y surcado de costillas.
Siguiendo la prolongación natural de la calle Real, enlazamos con el paseo de Joaquín Ruiz Giménez, antes de recalar con optimismo –no exento de ironía- en nuestro punto de partida: el tanatorio municipal.

domingo, 9 de diciembre de 2007

MONTE COVER

“Monte Cover: Sierra efímera

Abordamos un paseo periurbano, enlazando el vial sur con el “vientre” de Villaba: en torno al arroyo del Enebral se congregan la Depuradora de Aguas residuales y las montañas de áridos y escombros procedentes del macro túnel de Honorio Lozano. Junto a ellas, sobreviven algunos enclaves con encanto.
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Salimos de la urbanización por la vía de servicio, caminando por la acera del supermercado Gigante. Rebasado el ciclópeo escaparate acristalado de la Volkswagen, el antiguo solar de la discoteca “El Graduado” es pasto de la insaciable voracidad de las excavadoras.
Cambiamos de acera por el paso de acera inmediato y “vadeamos” la autovía por el puente de Covico o de Los Delfines (nombre de la urbanización donde aterriza). Al llegar al cruce con Honorio Lozano, desviamos la vista a la derecha: El horizonte se cercena con la flamante escultura del “Vigía del Collado”, una escultura geométrica, obra del escultor vasco Iñaki Ruiz de Egino. En palabras suyas, se trata de “alguien que protege a la población. Realicé una abstracción formal de esta idea y surgió la escultura”.
Desde luego, con una explicación tan simple, se comprende la sencillez del artefacto que ha atraído duras criticas populares, hasta el punto de proponer su cambio de sexo como la “Viga del Collado”.
Tras este desahogo personal, viramos a la izquierda para cruzar al otro lado de Honorio Lozano por el primer paso de cebra y bajar por la inmediata vía de Ruiz de Alarcón. A la derecha varios bloques níveos con relieve granuloso conforman la urbanización Los Enebros. Sobre su muro generoso, descuellan los abetos, la grana de los ciruelos de Pissard y una catalpa de la que prenden con desgana sus vainas fusiformes. Justo donde tuerce la calle asoma el colegio público Miguel Delibes.
La calle desciende ahora entre pinos y encinas. A mano derecha, un menguado solar acoge el pomposo Parque de los Aromas. Bajo la copa de los árboles se congregan diversas plantas aromáticas (lavanda, cantueso, hierbabuena, etc). En su centro, un área infantil. Concluye el parque con las cabriolas que los adolescentes desgranan sobre una pista de monopatín. Como telón de fondo el severo y monocorde edificio de los juzgados.
A completar el escenario tan saludable se presta a nuestra izquierda el Centro de Salud, al que antecede un oleaje de pinos sinuosos. Rebasamos la glorieta y seguimos nuestro descenso. En la acera contraria se sitúa una suculenta tentación: la churrería “La Tradición Castiza”, con un monumental retablo de cerámica en su interior.
Bajo la sig. rotonda, discurre el río Guadarrama. Si nos asomamos observaremos sus aguas desmadejadas, represadas por una serie de diques. Una acertada intervención municipal ha suavizado los fríos tableros de hormigón de su cauce con plantas colgantes. Asimismo, una cohorte de álamos y arbustos sedan nuestro ánimo en un lugar de tanto tráfago vial: A los automóviles, se une la estación de autobuses, una gasolinera y el puente rebajado sobre el que cabalga el ferrocarril.
Sin llegar a rebasar la rotonda, cruzamos la calle y rodeamos un feo edificio cúbico y grisáceo, al que logran redimir un anillo de chopos que refulge en el otoño. Justo tras ella, podemos acometer una empinada escalera para iniciar la andadura por el parque del Vial Sur (Cabe matizar que en Villalba, según la nomenclatura oficial, cualquier zona verde de tamaño superior al de un felpudo asciende de inmediato a la categoría de parque)
Se trata de un área que transcurre adyacente a la citada calle de tan prosaico nombre y en paralelo al ferrocarril y al río. A lo largo de su trazado podremos deleitarnos con la visión del bosque más extenso del casco urbano: El Coto de las Suertes, rescatado de las garras inmobiliarias gracias al clamor popular y a una jugosa indemnización del ayuntamiento al propietario.
Iniciamos la andadura por nuestro flamante parque por una especie de mirador, donde se apostan un puñado de bancos (¿?) y un par de casetas cubiertas por grafitis de inspiración oriental. En la enésima rotonda, debemos cruzar un par de veces el Vial Sur (en abmos setnidos) para reanudar el paseo por el “parque”. Nos recibe una escueta área canina de éxito menguado por lo impoluta que está. Le sigue un manojo de columpios para los más peques y una fuente con su hermoso frontal de forja con vocación puramente ornamental, pues no mana agua en absoluto. Después viene una nueva área infantil para niños mayores con cierto toque surrealista con barras gimnásticas reviradas y deslizantes que nos recuerdan al trazado de las montañas rusas y una socorrida pista polideportiva (para futbito y baloncesto).
Acabada la hilera de chalés que nos acompañaba el vial sur lame la orilla de la Depuradora de aguas residuales, inconfundible por su fragancia peculiar. Retrocedemos unos pasos hasta el último de los chalés para torcer por una senda que le antecede a mano derecha. Aparece jalonada de unas barras amarillas de hierro que delatan la presencia de un gasoducto subterráneo.
Flanquean el camino varias fincas urbanas a mano izquierda y a contramano una hermosa fresneda salpicada de encinas, aún supervivientes del zarpazo inmboliario. Una horrible casa prefabricada de color rojo pone la nota discordante.
La pista se agota en un cruce en forma de T. Algo más allá se entreven las montañas de áridos de la empresa Cover, bautizadas por el ingenio popular como Monte Cover o las Pirámides del Faraón. Cuando pretendemos arrancar una instantánea con el móvil, se baja de un coche un individuo mal encarado y nos interpela de esta guisa: “Está prohibido hacer fotos”. Le contestamos que si le parece bien llamamos a la policía y le preguntamos si desde un lugar público está permitido hacer fotografías. Ante esta respuesta y tras una breve discusión vacila y retorna sobre sus pasos.
Por increíble que parezca y junto a esta incalificable agresión al medio natural, se sitúa uno de los enclaves más encantadores que hayamos disfrutado en nuestros paseos por Villalba: Formando un escueto anfiteatro y engalanados de rojo y gualda se apostan un puñado de álamos y almos, a los que se arriman, mimosas, las retamas y las encinas, descansando sus pies sobre una pequeña pradera: El escenario parece extraídos de un cuento de los hermanos Grimm.
Proseguimos ahora por el brazo izquierdo de la T antes citada, convertida en angosta carretera. La variedad vegetal se multiplica: Retamas, escaramujos, pino y hasta algún plátano anteceden al mastodóntico edificio de la ITV. Al mismo, le secundan la cafetería “El Arcén” y la discoteca “La Playa” que nos “ayuda” a conciliar el sueño en los veranos. Algo más allá, confluye nuestra carretera con la vía de servicio de la autovía, lugar donde se emplazan el concesionario de Peugeot y la gasolinera. Atravesamos ésta con cuidado hasta alcanzar la acera de la vía de servivio, pasando ante una urbanización de chalés (Avenida). Le sigue una finca cuajada de grandes abetos. A su valla asoma una singular mezcolanza de hiedras, tarayes y ailantos.
Por esta zona, tras la alambrada de la autopista, se yergue una pequeña cruz de piedra en memoria del guardia civil asesinado cuando pretendía identificar a unos terroristas de ETA que conducían un coche bomba (17-XII-2002). La posterior explosión controlada del vehículo lanzó el mismo a unos 30 metros de distancia, arrancando llamas de 20 m. de altura. En nuestra urbanización, a unos trescientos metros en línea recta del lugar del siniestro, la deflagración hizo vibrar los edificios, haciendo añicos los cristales de los portales y escaleras de los últimos portales de la calle Río Narcea.
Alcanzamos un aparada de autobús interurbano, antesala de la rotonda donde se congregan dos ilustres edificios: la parroquia- de planta circular- de la virgen del Camino y, enfrente, la desvencijada Fonda de la Trinidad (s XVIII), seccionada en precarias viviendas. Sin dejar nuestra acera, proseguimos por la calle de Honorio hasta la sig. rotonda, donde se nos plantea una doble alternativa: proseguir por un carril de tierra nos permite franquear la autovía por un túnel peatonal (oscuro como boca de lobo) o bien seguir hacia delante hasta la rotonda de la urbanización Los Delfines, donde regresamos por el el mismo camino hacia nuestro barrio.

sábado, 24 de noviembre de 2007

LA CANTERA ABANDONADA

La Cantera abandonada

Partiendo desde nuestra urbanización, avanzamos desde la Volkswagen por la calle camino de La Fonda. A mano izquierda, frente al último de los bloques de las viviendas de protección oficial, desemboca en nuestra vía un camino de tierra.
Curiosa componenda de viales: La calle por la que discurrimos se llama Camino y el camino por el que nos vamos a desviar responde al nombre de calle, calle de Cantos Altos, topónimo que, por cierto, bautiza toda nuestra zona, desde nuestra urbanización hasta la de Cantos Altos propiamente dicha (pasando por las de Villas altas, Terrazas de Cantos Altos, Peñanevada IV y La Balconada) así como las instalaciones del Canal de Isabel II y el colegio público Cantos Altos.
El camino de Cantos Altos desciende suavemente entre vallados de piedra, tapizados de hiedras, zarzas, escaramujos,… rezumando una atmósfera serena, solo empeñada por el murmullo motorizado de la vía de servicio de la A-6, donde muere el camino. Las fincas aledañas nos permiten atisbar casas de piedra y madera, algunos pozos y una umbría espesa provocada por un dosel arbóreo de pinos, abetos y árboles caducifolios
Hacia el final del camino, a mano izquierdA, la maquinaria de obras ha empezado a hacer estragos en los alrededores de un bello hotelito cubierto de pizarra con un mirador coronado de un pináculo que parece montar guardia. Se trata de la futura sede del rectorado de la UDIMA (universidad privada a distancia de Madrid). Los atardeceres otoñales arrancan bellas irisaciones a los plátanos que jabonan el acceso de entrada. Lamentablemente la mayoría de los árboles de la finca serán entregados en holocausto al insaciable monstruo del “progreso”.
Retornamos sobre nuestros pasos y proseguimos por la calle camino de la Fonda. La acera se estrecha hasta límites angustiosos, mermados aún más por los postes eléctricos que la acogotan y las alambradas invasoras de las fincas vecinas. Frente al colegio de Cantos Altos, se suceden encinas, lomos, sauces y fresnos que forman apretado ramillete en el umbral del las instalaciones del Canal.
Proseguimos sin desviarnos, pasando ante el bar de la urbanización Peñanevada IV, de apertura incierta. Las sillas se apilan en su terraza en espera de mejores expectativas. Concluida la acera, cruzamos hasta que se agota el seto de arizónicas que cerca el recinto comunitario de la urbanización. Una discreta vereda ceñida al mismo nos permite adentrarnos

Canteras de El Roble


en un remanso de naturaleza que aglutina grandes lajas de piedra y una variada vegetación. Un soplo de brisa alienta las titilantes caricias doradas de los álamos.
Muy cerca, a mano derecha, adivinamos el derrumbe del terreno: Se trata de una cantera abandonada, en cuyo seno una variada avifauna se cuela sobre el telón sonoro de los vehículos que arrastran su osamenta de metal por la carretera de Moralzarzal. A los pies de la cantera podemos atisbar un escueto pozo cubierto por una losa de piedra.
Nuestra vereda, al arrimo del seto antes citado y de la alambrada del Canal de Isabel II nos depositará junto a la carretera. En ascenso, avanzamos por la acera hasta alcanzar una arcaica fuente de nombre evocador recientemente reconstruida: la Huella del Roble.

En la otra margen de la vía, la hábil mano de la forja ha domado las aristas oxidadas de una escena literaria compuesta por una tosca silla, una mesa desvencijada y un atril sobre el que descansa un libro abierto del Quijote. Si nos acercamos, sobre la hoja derecha del “escrito”, adivinaremos la silueta del hidalgo de la Mancha y su escudero.
Reanudamos el paseo hasta llegar a la rotonda y virar a la derecha, emprendiendo el regreso en el punto donde se yergue el restaurante El Roble, establecimiento con ancho parking y terrazas que tientan al café o la merienda. Ascendemos hacia Peñanevada, A continuación de El Roble se alza, enigmático, el colegio de los Hermanos Maristas. A contramano, entre los árboles se acuna una pequeña explanada circular de piedra con bucólica silueta de era de trillar. Un terceto de bancos invita a tomara asiento con permiso de la muchachada, que aquí se suele enfrascar en los brazos del botellón.
Reascendemos y retornamos de nuevo por Camino de la Fonda, repasando delante del bar de Peñanevada. Tras bordear el colegio, torcemos ahora a la izquierda por la calle Río Nalón. A mano izquierda, persiste, acogotado entre las edificaciones, el último pedazo de bosque mediterráneo de Cantos Altos: jaras, retamas, encinas, enebros y hasta romero y cantueso, se resisten a desaparecer. En el sig. cruce, enfilamos, la calle Río Nancea a mano izquierda, Aquí, el terraplén que se yergue frente a las casas, rezuma la humedad procedente del antiguo depósito del Canal de Isabel II, lo que facilita la aparición de una vegetación más variada e hidrófila (sauces, avellanos, juncos…).
A poco de descender la calle, un camino se interna en este islote botánico. En su arranque podemos optar por la diestra o la siniestra. En este último caso en seguida llegaremos junto al depósito de agua antes mencionado. Con cierto aire de castillete, si nos acercamos a su puerta y arrimamos el oído nos sorprenderá el ensordecedor fragor del agua que allí se agolpa. Volvemos al arranque del camino para acometer su ramal mas empinado.
Subiendo con decisión, llegaremos junto a una casilla de piedra también propiedad del Canal. Desde el zócalo que se le antepone y derramando la vista hacia poniente nos brinda su paisaje la Hoya de Villaba y el telón de la sierra de Guadarrama. El ocaso es sin duda un momento mágico desde este descuidado mirador, en especial los días parcialmente cubiertos. Cuchilladas y estela de luz acometen a las nubes y prenden sus garras sobre los perfiles austeros de la sierra. A nuestros pies, una miríada de luces se recuesta por la llanura y escala las primeras estribaciones montañosas. Mientras, un reguero de luciérnagas parece arrastrase por los contornos difusos de la autovía…